San Mateo 2,
13-15.19-23
Hoy
celebramos la fiesta de la Sagrada Familia, aunque generalmente se celebra el
domingo siguiente a la navidad, este año por ser Año nuevo la celebramos hoy
viernes, que es, por una parte, el recuerdo festivo, en el ambiente de la
Navidad, de la Familia de Nazaret, y por otra, un compromiso cristiano de cara
a nuestras propias familias.
Es una
ocasión para alabar a Dios porque se nos ha manifestado tan humanamente, recorriendo
nuestro mismo camino diario. Tan metido en esa relación familiar que la gente
se extraña cuando Jesús comienza su predicación: se extrañan porque le
consideraban a él y a su familia como uno entre tantos en aquel pequeño pueblo
de Nazaret.
Esto mismo
nos manifiesta la enseñanza más importante que encontramos en la vida de la
familia de Nazaret: aquel que es la Palabra de Dios, el Hijo de Dios, el Mesías
del Reino, puede pasar 30 años creciendo, conviviendo, trabajando en el seno de
una familia como cualquiera otra. Jesús, que es la revelación del Amor de Dios,
crece, convive, trabaja, en la sencilla relación diaria de una familia de
aldea.
Esta es para
mí la enseñanza de la celebración de hoy. No podemos buscar en la Sagrada
Familia un modelo concreto a copiar. Jesús no viviría hoy como vivió entonces,
porque las costumbres han cambiado en muchísimos aspectos. Pero hay algo en su
ejemplo más importante y profundo: es su valoración de la vida familiar como
lugar de amor y de verdad. La Revelación de Dios utiliza constantemente las
relaciones familiares -entre esposos, entre padres e hijos- como aquello que
hay en la vida humana que es más apto para manifestar lo que es el amor de
Dios. La Biblia habla sin cesar de Dios como Padre, como Esposo, y nuestra
respuesta a Dios es presentada como la confianza del hijo o la entrega de la
esposa.
Y para que
estas palabras de la revelación tengan fuerza expresiva es preciso que cada uno
de nosotros la haya vivido. Una convivencia familiar basada en el amor no es sólo
una condición indispensable para un crecimiento humano adecuado -como constata
la psicología actual- sino también una condición para poder descubrir qué
significa que Dios es Padre, que nos ama, que espera de nosotros una respuesta
de amor.
Nuestra reunión
eucarística es también una reunión familiar, de la familia cristiana. El Hijo
de Dios -que se hizo hermano nuestro, haciéndose hijo de una familia humana- se
hace presente en su Palabra y en su Cuerpo, para fortalecer los lazos de esta
familia cristiana.