San Lucas
8,16-18
Si nos
abrimos a la palabra de Dios siempre dará frutos. Un fruto hermoso es que llene
de luz nuestros corazones. Al recibir luz, tenemos que irradiarla a los demás.
Sabiendo que no es nuestra luz, sino la Luz de Dios, que recibimos para dar. Los
cristianos somos iluminados por Jesús, la luz del mundo, para iluminar.
Somos
evangelizados para evangelizar. Que trasmitamos la luz del evangelio, porque lo
que recibimos es para bien de los demás, no para que lo guardemos egoístamente.
Una lámpara
no se enciende para taparla o esconderla bajo la cama. Su misión es iluminar.
Guardarnos la luz de la fe es egoísmo. La luz de la fe es para compartirla.
Jesús nos invita a dar testimonio ante los demás. Jesús es la Luz por excelencia,
los cristianos tenemos que ser pequeñas lucecitas.
Podemos preguntarnos: ¿Iluminamos a los que
viven a nuestro alrededor? Hay muchas personas que irradian luz. Sin ir muy
lejos lo vemos en las buenas madres que se sacrifican todo el día por su familia.
Desde limpiar la casa, lavar la ropa, cocinar, preparar los niños para la
escuela, etc. ¡Cuánta luz irradia una buena mamá sacrificada por su familia!
O aquella persona que siempre tiene una
palabra de aliento y de esperanza frente al que está desanimado. O aquellos
hijos que con cariño cuidan de sus padres enfermos. O aquellas personas
voluntarias que ayudan a los más necesitados o van a visitar enfermos a los
hospitales, o ancianos a los asilos. Tal vez no enciendan grandes fogatas, pero
son llamitas vivas que siempre están encendidas trasmitiendo luz.
El día de
nuestro bautismo hemos recibido la luz de la fe. Hay un gesto que se hace. Los
padres y padrinos entregan una vela encendida al que es bautizado mientras se
dice una oración: recibí de manos de tus seres queridos esta vela encendida que
es signo de la fe en Cristo resucitado, que cuando Jesús te venga a buscar para
la fiesta del cielo, te encuentre con la luz de la fe ardiendo en tu corazón.
Es la fe que
hemos recibido y que a su vez trasmitimos. Como nuestras abuelas trasmitieron
la fe a nuestras madres y ellas a nosotros, ahora hay que trasmitirla a los
hijos, después ellos la trasmitirán a sus nietos, bisnietos, tataranietos, y
así siguiendo. De generación en generación nos vamos trasmitiendo la antorcha
de la fe. Esa fe es don de Cristo resucitado que recibimos y trasmitimos.