San Juan 10,22-30
En el
Evangelio la revelación de Jesús llega a su mayor profundidad en la fiesta de
la Dedicación del Templo; no solo Jesús es la puerta y el pastor, no solo está
mostrando ser el enviado de Dios por las obras que hace, su relación con el
padre Dios es de una misteriosa identificación: “El Padre y Yo somos uno”.
Jesús va
manifestando progresivamente el misterio de su propia identidad de su persona,
ahora lo dice abiertamente, aunque ellos no lo puedan recibir tan abiertamente
y siguen cerrados en su incredulidad. “El y Yo somos uno”.
Alguno de
sus oyentes no quería creer en esto que Él decía y justamente es la fe en Jesús
lo que define si la persona tiene o no vida para siempre. El que no cree –
claramente lo dice hoy la palabra – se pierde, se pierde la posibilidad de
salir de las tinieblas a la luz, la fe es en la persona de Jesús, la fe es en
la propuesta de amor que se expresa en los signos donde se ve la obra de Dios,
el Padre, en la persona del Hijo.
Vuelvo sobre
esta expresión: la unidad fruto del amor que se abre delante de nosotros en lo
concreto de cada día y donde Dios participa y nos invita a caminar en Él
complementa toda la diversidad y amplitud con que la vida aparece delante
nuestro y es fruto de una corriente que nace del vínculo del Padre y el Hijo y
que viene a nosotros a hermanarnos, sin diluir lo que nos distingue, es
complementariedad, es misterio de alianza.
La verdadera
relación con Dios termina en una relación fraterna clara, en una relación
fraterna comprometida, en un trato consciente de que en el hermano vive Dios,
como vive en mí, por lo tanto, debo acercarme a aquel lugar de relación como me
acerco a la presencia de Jesús en el Santísimo.
Es decir,
descalzo, desprovisto de todo, en expectación a la revelación que Dios está
dispuesto a hacerme, también en ese vínculo que viene desgastado, sufrido,
deteriorado, golpeado, también ahí Dios puede sorprendernos porque vive en el
hermano como vive en mí, y cuando Dios está en el corazón del otro como está en
el mío, es capaz de sorprendernos, de cambiarnos y de transformarnos, la
relación fraterna cuando crece en nosotros la conciencia de la presencia de
Dios en medio nuestro, cuando somos conscientes que cuando dos o más estamos en
su nombre todo se transfigura.