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2 de mayo


 San Juan 10,22-30

En el Evangelio la revelación de Jesús llega a su mayor profundidad en la fiesta de la Dedicación del Templo; no solo Jesús es la puerta y el pastor, no solo está mostrando ser el enviado de Dios por las obras que hace, su relación con el padre Dios es de una misteriosa identificación: “El Padre y Yo somos uno”.

Jesús va manifestando progresivamente el misterio de su propia identidad de su persona, ahora lo dice abiertamente, aunque ellos no lo puedan recibir tan abiertamente y siguen cerrados en su incredulidad. “El y Yo somos uno”.

Alguno de sus oyentes no quería creer en esto que Él decía y justamente es la fe en Jesús lo que define si la persona tiene o no vida para siempre. El que no cree – claramente lo dice hoy la palabra – se pierde, se pierde la posibilidad de salir de las tinieblas a la luz, la fe es en la persona de Jesús, la fe es en la propuesta de amor que se expresa en los signos donde se ve la obra de Dios, el Padre, en la persona del Hijo.

Vuelvo sobre esta expresión: la unidad fruto del amor que se abre delante de nosotros en lo concreto de cada día y donde Dios participa y nos invita a caminar en Él complementa toda la diversidad y amplitud con que la vida aparece delante nuestro y es fruto de una corriente que nace del vínculo del Padre y el Hijo y que viene a nosotros a hermanarnos, sin diluir lo que nos distingue, es complementariedad, es misterio de alianza.

La verdadera relación con Dios termina en una relación fraterna clara, en una relación fraterna comprometida, en un trato consciente de que en el hermano vive Dios, como vive en mí, por lo tanto, debo acercarme a aquel lugar de relación como me acerco a la presencia de Jesús en el Santísimo.

Es decir, descalzo, desprovisto de todo, en expectación a la revelación que Dios está dispuesto a hacerme, también en ese vínculo que viene desgastado, sufrido, deteriorado, golpeado, también ahí Dios puede sorprendernos porque vive en el hermano como vive en mí, y cuando Dios está en el corazón del otro como está en el mío, es capaz de sorprendernos, de cambiarnos y de transformarnos, la relación fraterna cuando crece en nosotros la conciencia de la presencia de Dios en medio nuestro, cuando somos conscientes que cuando dos o más estamos en su nombre todo se transfigura.