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19 de abril

 

San Juan 3, 16-21

En el diálogo con Nicodemo, en medio de una íntima conversación, en el silencio y soledad de la noche, Jesús llega todavía a una mayor profundidad en la revelación de su persona y de su propio misterio. Junto a este encuentro entre Jesús y Nicodemo. Jesús le dice

“El que cree no será condenado”

“El que cree en mí no será condenado”.  “… para que todo el que cree en mí tenga vida eterna”. “Que no perezca ninguno de los que creen en mí”. Las alusiones a la fe son claras y manifiestas.

El “tanto amó Dios al mundo” como el “mirad qué amor tan grande nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios”, nos está diciendo que la iniciativa de la fe está en Dios; y la continuación y el epílogo, también. Todo es amor de Dios.

La fe consiste en admitir, más todavía, en vivir y en transmitir esta gran noticia. Somos hijos de Dios. El Padre del Hijo único ha querido ser padre, de forma distinta pero real, de todos los hombres y mujeres. Somos hijos en el Hijo y, por tanto, hermanos todos

La luz, las obras y la verdad

De entrada, hay que afirmar que las obras no nos justifican, nos justifica Dios y la fe en él. Pero, si creemos, la fe nos obligará a ponerla en práctica mediante las obras. De tal forma que estas obras son más fruto y efecto de la fe que de nosotros mismos. Están equivocados los “piadosos” que tratan de hacer buenas obras para conseguir el amor de Dios y la salvación. Mejor sería que amaran más, que creyeran más, para que obraran mejor.

Hay que escuchar a Jesús como María y obrar como Marta. Hay que orar como Jesús y, luego, dar trigo como él. “Esta es la causa de la condenación –nos dice hoy Jesús- que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra perversamente, detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio el que realiza la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.