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13 de marzo


 San Lucas 4, 24-30

En el evangelio de Lucas nos encontramos con Jesús que fue a la sinagoga de Nazaret a participar del culto como buen judío. Generalmente se rezaban los salmos, se leía algún profeta, en este caso al profeta Isaías que dice: el Señor me envió a evangelizar a los pobres.

Luego alguno de los presentes podía hacer algún comentario, una especie de homilía. Es lo que aprovechó Jesús. El da cumplimiento en su persona al texto de Isaías. Hoy se ha cumplido. Pero no siempre es fácil predicar a los conocidos.

A él los paisanos de Nazaret lo conocían bien, como el hijo de José el carpintero. Entonces les cuesta aceptar su mensaje. Eso suscita envidias, celos, broncas y hasta odios. Por eso Jesús dice que ningún profeta es bien recibido en su tierra o en su familia.

 Y esto lo dice por experiencia, es algo que vivió. El experimentó el rechazo de los suyos. Tal es así que la bronca fue tan grande que quisieron matarlo llevándolo a la parte alta de una colina para tirarlo de cabeza. Pero Jesús con toda libertad pasó por en medio de ellos y siguió su camino. Aún no había llegado su hora. La hora de su muerte y glorificación.

Tengamos cuidado de que no se diga de nosotros vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Jesús vino a nuestro encuentro, pero podemos estar en otro programa y no descubrirlo.

 No dejemos que Jesús siga de largo. Por ahí estamos entretenidos en otra cosa, y no descubrimos su visita. Jesús está viniendo permanentemente a nuestro encuentro. El nos está visitando de mil maneras. Estemos atentos a las visitas.

 No pidamos más maravilla, las maravillas ya están, nos falta capacidad de maravillarnos. Estemos con el corazón abierto para descubrir a Jesús en la Palabra, en la eucaristía, en cada hermano, en cada hermana, y en los acontecimientos.

Que podamos recibirlo en la casa de nuestro corazón con los brazos abiertos y la sonrisa en el rostro. Que se pueda decir de nosotros: vino a los suyos y los suyos lo recibieron con alegría.