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28 de noviembre

San Mateo 8, 5, 11

Jesús sana el criado enfermo de un centurión romano. El militar es pagano, romano, o sea, de la potencia ocupante. En ese momento Palestina estaba ocupada por Roma. Pero la gracia no depende de si uno es católico, judío o romano.

 La gracia de Dios depende de la actitud de fe. Y en eso el centurión romano es un ejemplo. El centurión pagano da muestras de una gran fe y humildad. Jesús alaba su actitud y lo pone como ejemplo.

 La salvación que anuncia va a ser universal, no sólo para el pueblo de Israel. Jesús tiene una admirable libertad ante las normas convencionales de su tiempo. Concede la salvación de Dios a todos, como quiere y cuando quiere.

Jesús sigue ahora, desde su existencia de Resucitado, en la misma actitud de cercanía y de solidaridad con nuestros males. Quiere sanarnos a todos, nos trasmite su palabra salvadora, y nos da fuerza y salud. Nuestra oración, si está llena de confianza, siempre será escuchada.

En la misa, antes de acercarnos a la comunión, repetimos las palabras del centurión de hoy: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Nadie es digno, pero Jesús a todos nos quiere sanar.

 La Eucaristía quiere curar nuestras debilidades. El mismo se hace nuestro alimento y nos comunica su vida: «el que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él». La eucaristía no es solo para perfectos, si fuera así nadie podríamos comulgar, porque ninguno es perfecto. Solo Dios es perfecto.

 La eucaristía es comida para pecadores, y todos somos pecadores. Por eso en la eucaristía buscamos el perdón y la fuerza de Jesús que nos sostiene y anima siempre. Si no comemos alimentos no tenemos fuerza, igual nos pasa si no recibimos la Eucaristía, no tendremos fuerza espiritual.