San Mateo 8, 5, 11
Jesús sana el criado enfermo de un centurión romano. El
militar es pagano, romano, o sea, de la potencia ocupante. En ese momento
Palestina estaba ocupada por Roma. Pero la gracia no depende de si uno es católico,
judío o romano.
La gracia de Dios
depende de la actitud de fe. Y en eso el centurión romano es un ejemplo. El
centurión pagano da muestras de una gran fe y humildad. Jesús alaba su actitud
y lo pone como ejemplo.
La salvación que
anuncia va a ser universal, no sólo para el pueblo de Israel. Jesús tiene una
admirable libertad ante las normas convencionales de su tiempo. Concede la
salvación de Dios a todos, como quiere y cuando quiere.
Jesús sigue ahora, desde su existencia de Resucitado, en la
misma actitud de cercanía y de solidaridad con nuestros males. Quiere sanarnos
a todos, nos trasmite su palabra salvadora, y nos da fuerza y salud. Nuestra
oración, si está llena de confianza, siempre será escuchada.
En la misa, antes de acercarnos a la comunión, repetimos las
palabras del centurión de hoy: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa,
pero una palabra tuya bastará para sanarme». Nadie es digno, pero Jesús a todos
nos quiere sanar.
La Eucaristía quiere
curar nuestras debilidades. El mismo se hace nuestro alimento y nos comunica su
vida: «el que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él». La
eucaristía no es solo para perfectos, si fuera así nadie podríamos comulgar,
porque ninguno es perfecto. Solo Dios es perfecto.
La eucaristía es
comida para pecadores, y todos somos pecadores. Por eso en la eucaristía
buscamos el perdón y la fuerza de Jesús que nos sostiene y anima siempre. Si no
comemos alimentos no tenemos fuerza, igual nos pasa si no recibimos la
Eucaristía, no tendremos fuerza espiritual.