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7 de septiembre


 San Lucas 6,20-26

Hoy la palabra Dios nos habla de las bienaventuranzas

Felices ustedes, dice la Palabra. Felices los pobres, felices los que tienen hambre, felices los que lloran, bienaventurados, dichosos.

 El señor nos plantea un ideal, pero no como algo que sea inalcanzable, sino como lo que se puede tocar: nos habla de la felicidad, de la plenitud, de una alegría estable. Una felicidad que consiste en vivir en la presencia de Dios, en descubrir para qué fuimos creados y cuál es nuestro llamado.

 Es verdad que en el evangelio de Lucas vemos las bienaventuranzas un poco más abreviadas que la versión según san Mateo, pero acá lo que Jesús hace es alabar y bendecir a los que sufren. Paradójicamente, quienes alcanzan la promesa de felicidad son los que, a los ojos del mundo, no la pasan bien.

 Son aquellos que primero son tapados y excluidos. Es decir, Jesús se está refiriendo a aquellos que tienen muchas contrariedades, los que tienen una cruz pesada, en el fondo, los que son parecidos a Cristo.

 Sin lugar a duda, cuando uno tiene algún padecimiento, alguna cruz, eso nos vuelve más parecidos a Jesús. Por eso no hay que renegar de las cruces, no hay que renegar de lo que nos cuesta, de aquello que tenemos que soportar, sino que hay que abrazarse al Señor.

Sea lo que sea, apégate al Señor, por más que duela, apégate al Señor, aunque estés cansado y tengas ganas de bajar los brazos, apégate  al Señor. Si estamos solos, sin Jesús, no llegamos ni a la esquina.

Ahora, si aparece el Señor en nuestro andar cotidiano, la vida se aliviana. Alégrense y llénense de gozo, porque nuestra recompensa será grande en el cielo. Es decir, hay una promesa que nos hace Jesús, una promesa de alegría y de bendición.

 Usted y yo podemos anticipar el cielo desde ahora y ser felices si lo dejamos pasar a Jesús. Recuerde que ser felices no implica no tener problemas, ya lo dice el evangelio de hoy. La felicidad más bien pasa por tener una certeza que no se mueve: Dios te ama y Dios te sostiene. Él no juega a las escondidas contigo, y mucho menos le gusta hacerte sufrir. Que nunca te corran el eje de eso y anímate a confiar en que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman. Por otro lado, no te compares con nadie.

El señor termina con varios “ay”. “Ay de ustedes” los ricos, los que ahora están satisfechos, los que ahora ríen, cuando todos los elogien. Ay de ustedes los que parece que la pasan bien, los que tienen una felicidad aparente. Por eso no hay que compararse con nadie. Cuántas veces nos tienta la envidia y deseamos la vida de otro o nos entristecemos porque parece que le va bien. Hay que asumir la alegría y la esperanza que nos da la fe, la confianza de sabernos parecidos a Cristo en su cruz. Por eso anímate a salir de la indiferencia, a mirar a los demás con otros ojos, a ser solidario, a comprometerte, a compartir la cruz, a pedir ayuda. Es bueno esto, con humildad, abrir mi vida al otro para servir y saber mirar para el costado y que la cruz de mi hermano se aliviane un poco.