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12 de agosto


 San Mateo 19,3-12

En el evangelio de hoy se toman en serio dos formas de vida, dos formas de amar: el matrimonio y el celibato. Jesús deja en claro que la unión entre el hombre y la mujer, para tener hijos y para formar una familia, para crecer en el amor, es para siempre. Ese es el sueño de Dios, ese es el ideal. Y cada pareja hace, después, lo que puede.

Si uno sabe que tiene abierta la puerta del divorcio, y por cualquier motivo, eso atenta contra la seriedad de la decisión. Si, frente al más mínimo problema, cada uno puede estar tomando otros caminos, ¿para qué esforzarse, para qué sacrificarse, para qué prepararse?

Y en definitiva: ¿cuál es el problema? Que los hijos permanecen. Que la vida que brota del amor de la pareja no puede ser descartada. Y los hijos terminan sufriendo al no poder vivir con un papá y con una mamá, “que se aman y que me aman”.

La vida matrimonial, la fidelidad en el amor matrimonial, no es fácil. Pero, elegido desde el amor, hace feliz, muy feliz.

Tan importante es ese amor, esa fidelidad, que Jesús la compara con el amor y la fidelidad que hay entre Dios y la Iglesia.

Sin embargo es bueno recordar que, cuando el matrimonio no funciona, Dios sigue amando a sus hijos. Y aún es capaz de seguir sacando bien de los errores que nosotros cometimos.

 

Por otro lado, la otra forma de vida que se señala hoy es la del celibato. No, el celibato no es una forma de “no amar”. Es una forma de amar distinta, e igualmente profunda que la del matrimonio: un médico -por ejemplo- que, en un lugar carenciado, dedica su vida a ayudar a los pobres; una maestra rural, que pierde sus años de plenitud en el medio del monte, y no se casa… son ejemplos de entrega. Igual que la de un sacerdote, que decide no tener una mujer o un hijo propios para poder cuidar y acercar a Dios a todos.

Los dos caminos son válidos. Los dos, bien vividos, tienen sus cruces. Los dos, bien vividos, hacen feliz. Y los dos son regalos de Dios al hombre, que tiene que buscar en su corazón cuál de los dos caminos es el que más feliz lo va a hacer. A ese camino lo llama Dios. Esa es su vocación.

Dios nos ama como un esposo ama a su esposa: con un amor tierno, apasionado, desinteresado. Agradezcámosle hoy esa entrega.