San Mateo
23, 13-22
Cada 28 de
agosto, la Iglesia Católica celebra a San Agustín de Hipona, el célebre obispo
de la antigüedad que encaminó a la filosofía y la teología por la ruta de la
cooperación, de tal manera que quedaron sentadas las bases de la doctrina
cristiana, como depositaria de la verdad -aquella que inquieta el corazón del
ser humano y que se plenifica en el encuentro con lo divino-.
En San
Agustín toda alma que busca la verdad encuentra un amigo seguro y fiable. Por
eso es el patrono de "los que buscan a Dios".
A San
Agustín se le cuenta entre los Padres de la Iglesia, y forma parte también de
la lista de los Doctores de la Iglesia. Fue un brillante orador, filósofo y
teólogo, autor de célebres textos entre los que se encuentran las
"Confesiones" y "La ciudad de Dios". Sirvió a la Iglesia
como sacerdote y obispo.
"Tarde
te amé"
San Agustín
de Hipona nació el 13 de noviembre del año 354 en la ciudad de Tagaste, ubicada
al norte de África, en lo que hoy sería Argelia. Sus padres fueron Patricio
Aurelio, ciudadano romano, y Mónica, mujer cristiana de probada virtud que
alcanzaría la santidad por su abnegación y perseverancia, rezando y luchando
por la conversión de su esposo y su hijo, Agustín.
En su
juventud, Agustín se entregó a una vida libertina, dada a los placeres
mundanos. Convivió con una mujer durante catorce años, con la que tuvo un hijo
de nombre Adeodato, quien murió muy joven.
Las cosas
empezaron a cambiar cuando fue destacado como orador del emperador en Milán.
Allí conoció a San Ambrosio, obispo de la ciudad, cuyo testimonio de sabiduría
y habilidad retórica lo dejaron impresionado como nada lo había hecho antes.
Providencialmente, Agustín fue capaz de reconocer gracias a aquel hombre santo
tanto la luz de la Verdad -con mayúscula- que había buscado como, por
contraste, la oscuridad en la que se encontraba su existencia.
Un día,
cuando Agustín estaba en un jardín, sumido en una profunda melancolía, escuchó
la voz de un niño que le decía: "Toma y lee; toma y lee". El santo
abrió, al azar, una biblia que tenía a mano. Sus ojos se posaron en lo primero
que vio: el capítulo 13 de la carta de San Pablo a los romanos. Este decía:
"Nada
de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos...revestíos más
bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus
concupiscencias" (Rom 13,13-14). Aquel texto le tocó el alma y aceleró su
proceso de conversión. En ese momento resolvió cambiar de vida según Cristo,
empezando por renunciar a los placeres carnales y ser casto.
"Tarde
te amé, oh Belleza siempre antigua, siempre nueva. Tarde te amé", dice San
Agustín en sus Confesiones.