18 de agosto
San Mateo
19, 3-12
En el tiempo
de Jesús, la discusión sobre el tema del divorcio estaba polarizada en dos
escuelas: una, laxista en grado sumo, admitía el divorcio por cualquier causa:
era suficiente para despedir a la mujer que se le hubiese quemado o simplemente
ahumado la comida, según su interpretación de la Ley genérica que autorizaba el
divorcio si el marido “descubre en ella algo vergonzoso” (Dt24,1). La otra
escuela, rigorista, entendía que la excepción del Deuteronomio se refería
únicamente al caso de adulterio.
El asunto lo
presentan los fariseos como pregunta capciosa. Jesús responde haciendo alusión
al orden primordial establecido por Dios (Gn1,27; 2,24; 5,2).
En aquella
sociedad, dominada por los hombres, una mujer repudiada debía regresar a la
casa de su padre llevando consigo el deshonor que afectaría a toda su familia
de origen. La amenaza de divorcio era un arma implacable para asegurar la
sumisión de la mujer a su marido. En este contexto, las palabras de Jesús son tremendamente
liberadoras. La prohibición del divorcio es, eminentemente, una defensa de la
mujer y una recuperación del designio de Dios establecido desde el principio.
Para Jesús
el matrimonio, no es un simple acuerdo de dos que alegremente deciden convivir
por una conveniencia egoísta y para
satisfacer sus necesidades primarias; es mucho más que eso, porque es hacerse
“una sola carne”, y en el matrimonio es Dios mismo el que sella la unión.
Por tanto es
necesario entender que el matrimonio es una vocación, un llamado que el Señor
nos hace. Es uno de los caminos que el Señor nos invita a seguir para alcanzar
la felicidad