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27 de marzo


 San Juan 8,1-11

En el Evangelio de hoy, vamos a meditar sobre el encuentro de Jesús con la mujer que iba a ser lapidada. Por su predicación y por su manera de actuar, Jesús incomodaba a las autoridades religiosas. Por esto, las autoridades procuraban por todos los medios posibles para acusarlo y eliminarlo. Le traen delante a una mujer sorprendida en flagrante adulterio. Bajo la apariencia de fidelidad a la ley, usan a la mujer para esgrimir argumentos en contra de Jesús.

Jesús no discute la ley. Pero cambia el punto del juicio. En vez de permitir que ellos coloquen la luz de la ley por encima de la mujer para condenarla, les pide que se examinen a la luz de lo que la ley les exige a ellos. La acción simbólica de escribir en la tierra lo aclara todo.

 La palabra de la Ley de Dios tiene consistencia. Una palabra escrita en la tierra no la tiene. La lluvia o el viento la eliminan. El perdón de Dios elimina el pecado identificado y denunciado por la ley.

El gesto y la respuesta de Jesús derriban a los adversarios. Los fariseos y los escribas se retiran avergonzados, uno después del otro, comenzando por los más ancianos. Sucede lo contrario de lo que ellos esperaban. La persona condenada por la ley no era la mujer, sino ellos mismos que se pensaban fieles a la ley.

Jesús no permite que alguien use la ley de Dios para condenar al hermano o a la hermana, cuando él mismo, ella misma son pecadores. Este episodio, mejor que cualquier revela que Jesús es la luz que hace aparecer la verdad.

 El hace aparecer lo que existe de escondido en las personas, en lo más íntimo de cada uno de nosotros. A la luz de su palabra, los que parecían los defensores de la ley, se revelan llenos de pecado y ellos mismos lo reconocen, pues se van comenzando por los más viejos.

Y la mujer, considerada culpable y merecedora de pena de muerte, está de pie ante de Jesús, absuelta, redimida y dignificada (cf. Jn 3,19-21).