San Juan 8,1-11
En el
Evangelio de hoy, vamos a meditar sobre el encuentro de Jesús con la mujer que
iba a ser lapidada. Por su predicación y por su manera de actuar, Jesús
incomodaba a las autoridades religiosas. Por esto, las autoridades procuraban por
todos los medios posibles para acusarlo y eliminarlo. Le traen delante a una
mujer sorprendida en flagrante adulterio. Bajo la apariencia de fidelidad a la
ley, usan a la mujer para esgrimir argumentos en contra de Jesús.
Jesús no
discute la ley. Pero cambia el punto del juicio. En vez de permitir que ellos
coloquen la luz de la ley por encima de la mujer para condenarla, les pide que
se examinen a la luz de lo que la ley les exige a ellos. La acción simbólica de
escribir en la tierra lo aclara todo.
La palabra de la Ley de Dios tiene
consistencia. Una palabra escrita en la tierra no la tiene. La lluvia o el
viento la eliminan. El perdón de Dios elimina el pecado identificado y
denunciado por la ley.
El gesto y
la respuesta de Jesús derriban a los adversarios. Los fariseos y los escribas
se retiran avergonzados, uno después del otro, comenzando por los más ancianos.
Sucede lo contrario de lo que ellos esperaban. La persona condenada por la ley
no era la mujer, sino ellos mismos que se pensaban fieles a la ley.
Jesús no
permite que alguien use la ley de Dios para condenar al hermano o a la hermana,
cuando él mismo, ella misma son pecadores. Este episodio, mejor que cualquier
revela que Jesús es la luz que hace aparecer la verdad.
El hace aparecer lo que existe de escondido en
las personas, en lo más íntimo de cada uno de nosotros. A la luz de su palabra,
los que parecían los defensores de la ley, se revelan llenos de pecado y ellos
mismos lo reconocen, pues se van comenzando por los más viejos.
Y la mujer,
considerada culpable y merecedora de pena de muerte, está de pie ante de Jesús,
absuelta, redimida y dignificada (cf. Jn 3,19-21).