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19 de septiembre


 San Lucas 8,16-18

Si nos abrimos a la palabra de Dios siempre dará frutos. Un fruto hermoso es que llene de luz nuestros corazones. Al recibir luz, tenemos que irradiarla a los demás. Sabiendo que no es nuestra luz, sino la Luz de Dios, que recibimos para dar.

 Lo cristianos somos iluminados por Jesús, la luz del mundo, para iluminar. Somos evangelizados para evangelizar. Que trasmitamos la luz del evangelio, porque lo que recibimos es para bien de los demás, no para que la guardemos egoístamente.

Una lámpara no se enciende para taparla o esconderla bajo la cama. Su misión es iluminar. Guardarnos la luz de la fe es egoísmo. La luz de la fe es para compartirla. Jesús nos invita a dar testimonio ante los demás. Él es la gran  Luz, los cristianos tenemos que ser pequeñas lucecitas. Podemos preguntarnos: ¿Iluminamos a los que viven a nuestro alrededor? Hay muchas personas que irradian luz.

 Sin ir muy lejos lo vemos en las buenas madres que se sacrifican todo el día por su familia. Desde limpiar la casa, lavar la ropa, cocinar, preparar los niños para la escuela, etc. ¡Cuánta luz irradia una buena mamá sacrificada por su familia! O aquella persona que siempre tiene una palabra de aliento y de esperanza frente al que está desanimado.

 O aquellos hijos que con cariño cuidan de sus padres enfermos. O aquellas personas voluntarias que ayudan a los más necesitados o van a visitar enfermos a los hospitales, o ancianos a los acilos. Tal vez no enciendan grandes fogatas, pero son llamitas vivas que siempre están encendidas trasmitiendo luz.

El día de nuestro bautismo hemos recibido la luz de la fe. Hay un gesto que se hace. Los padres y padrinos entregan una vela encendida al que es bautizado mientras se dice una oración: recibí de manos de tus seres queridos esta vela encendida que es signo de la fe en Cristo resucitado, que cuando Jesús te venga a buscar para la fiesta del cielo, te encuentre con la luz de la fe ardiendo en tu corazón.

 Es la fe que hemos recibido y que a su vez trasmitimos. Como nuestras abuelas trasmitieron la fe a nuestras madres y ellas a nosotros, ahora hay que trasmitirla a los hijos, después ellos la trasmitirán a sus nietos, bisnietos, tataranietos, y así siguiendo. De generación en generación nos vamos trasmitiendo la antorcha de la fe.

 Esa fe es don de Cristo resucitado que recibimos y trasmitimos. Qué Dios a todos nos bendiga y llene nuestro corazón de luz.