San Lucas 7,1-10
Jesús hace
un milagro en favor de un extranjero. Este extranjero además, es un oficial,
jefe de una centuria del ejército romano. O sea tenía 100 soldados a su cargo.
Según los informes que le dan a Jesús, es una buena persona, simpatiza con los
judíos y les ha construido la sinagoga. La actitud de este centurión es de
humilde respeto.
No se atreve
a ir él personalmente a ver a Jesús, ni lo invita a venir a su casa, porque ya
sabe que los judíos no pueden entrar en casa de un pagano. Pero tiene confianza
en la fuerza sanadora de Jesús, que él relaciona con las técnicas de mando y
obediencia de la vida militar. Que era lo que sabía por ser militar. Jesús
alaba la fe de este extranjero. Después de tantos rechazos entre los suyos, es
reconfortante encontrar una fe así. Les digo que ni en Israel he encontrado
tanta fe, dijo Jesús.
Cuando Lucas
escribe el evangelio, la comunidad eclesial ya hacía tiempo que iba admitiendo
a los paganos a la fe. Podemos preguntarnos: ¿Sabemos reconocer los valores que
tienen “los otros”, los que no son de nuestra cultura, raza, lengua, religión?
¿Sabemos dialogar con ellos, y aceptar lo bueno de ellos? ¿Nos alegramos de que
el bien no sea exclusivo nuestro? La actitud de aquel centurión y la alabanza
de Jesús son una enseñanza para nosotros.
Nos ayuda a
que revisemos nuestros archivos mentales, en los que muchas veces, a las
personas, por no ser de los nuestros, las dejamos de lado. Tenemos que
reconocer que la fe es un don de Dios. Es puro regalo de Dios. Me impacta mucho
cuando encuentro fe más allá de las fronteras de la Iglesia. Muchas veces
quedamos chiquitos ante gente que no es de la iglesia pero que tienen mucha fe,
tienen muchos valores. La Iglesia, en el Concilio Vaticano II, se abrió más
claramente al diálogo con todos: los otros cristianos, los creyentes no
cristianos y también los no creyentes.
¿Hemos
asimilado nosotros esta actitud universalista, sabiendo dar un voto de
confianza a todos? ¿O estamos encerrados en una burbuja dorada? ¿Somos como los
fariseos, que se creían justos y miraban a los demás como pecadores? Tenemos
que empezar nosotros por ser humildes. Antes de recibir la Eucaristía repetimos
lo del centurión romano: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una
palabra tuya bastará para sanarme. Qué esto no sea solo palabras sino una
actitud interna. Sintámonos pobres de corazón. Qué Dios que a todos nos ama nos
bendiga y llene nuestro corazón de paz y de alegría, en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, amén.