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8 de agosto


 San Mateo 17,22-27

Dos hechos diferentes nos muestra el Evangelio de hoy: por un lado, el anuncio de la muerte y resurrección de Jesús; por otro, una referencia explícita al pago de los impuestos y las tasas del Templo… Curiosa combinación de lo trascendente, lo definitivo y lo cotidiano…

La fe es eso, algo definitivo, radical, absoluto, trascendental y, al mismo tiempo, algo cotidiano, concreto, presente… La fe tiene que ver con lo más sublime, pero toca vivirla en este mundo concreto y cotidiano en que nuestra vida se desenvuelve.

No olvidemos esta primera enseñanza del Evangelio de hoy: nuestra vida no puede estar dividida… no puede haber un un divorcio entre mi fe y mi vida concreta,  Sino que ambas cosas deben ir de la mano,  deben conformar un “todo”.

Ahora bien, pasando a una segunda enseñanza; quiero quedarme con el tema del pago al impuesto del Templo. Creo que aquí Jesús tiene un mensaje muy importante y bien hondo que nos quiere comunicar. Si hay algo que Jesús no quiere es que nos sintamos súbditos o extraños en Su Templo. Nosotros no somos ni súbditos de nadie, ni extraños. Nosotros, todos, somos dueños del Templo, de este Templo y de todos los templos, porque somos hijos muy queridos del dueño del Templo.

De ahí lo que finalmente termina haciendo Jesucristo, que termina pagando el tributo, no lo elude. Jesús termina colaborando con el Templo, sólo que lo hace desde otro lugar, lo hace como hijo, como el mejor de los hijos, que va a colaborar siempre con la causa de su padre.

 Jesús mismo ha dicho dirigiéndose al Padre: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío”. Por eso puede reconocer, con justicia, que la Casa del Padre es también su propia casa; y con ello, puede también invitar a Pedro e invitarnos a nosotros, a hacernos cargo también de la casa, del Templo, de la Iglesia… Pero no ya como extranjeros, nunca más como súbditos o extraños, sino ahora y para siempre, como hijos: “hijos muy queridos de un Padre Misericordioso”.

Quiera Dios que también nosotros podamos vivir desde este espíritu de Cristo nuestra ayuda a la Iglesia. Vivirla como la colaboración de un buen hijo que quiere y desea hacerse cargo de la casa y la causa de su padre.

No vivamos nuestras colaboraciones en el sentido de “impuesto”, de “obligación”, de “diezmo” o de “peaje” al cielo. Si colaboramos, colaboremos con corazón de hijos, en la Misión y en la Casa del Padre… Pidamos al Señor esta gracia enorme: la de entrar al Templo y sabernos y sentirnos en Casa, en nuestra propia casa.