San Marcos 1,7-11
Este pasaje
nos habla del Bautismo del Señor, texto que tenemos que profundizar y meditar en su hondura.
Pareciera ser que no nos dice nada cuando en realidad nos descubre un rasgo
fundamental de la persona de Jesús, digno de ser aplicado a nuestra persona.
Jesús es bautizado, se oye la voz del cielo
que lo proclama como “Hijo muy querido”. Va a ser el primer paso de la vida
pública de Jesús antes de irse al desierto. Lo que nos descubre entonces el
texto es que Jesús es no sólo “Hijo”, sino, además, “muy querido”. De esta
manera Jesús al recibir el bautismo está bien dispuesto para irse al desierto a
dejarse tentar por el demonio y afrontar su misión.
Esto tiene
una gran importancia para todos nosotros, los cristianos, porque todos nosotros
también somos bautizados. No fuimos bautizados sólo con agua, sino como bien
predijo Juan, con Espíritu Santo. Esto quiere decir que desde el momento de
nuestro bautismo la Trinidad nos habita; todo Dios reside en nosotros,
configurándonos con su Corazón; se queda para siempre en nuestro corazón y en
nuestra vida; nos deja una marca imborrable; y además nos recuerda una y vez
que también como Jesús y en Jesús, somos sus hijos muy queridos.
¡Esto es
fabuloso! ¡Esto es genial! ¡Esto sí que es grande! ¡Dios nos dice que somos sus
hijos! Hoy es un hermoso día para recordar una y otra vez que somos hijos de
Dios y que esta es nuestra dignidad más grande, más linda e importante.
Lo que le da
sentido entonces a nuestra vida no es nuestra clase social, nuestro trabajo
–los que tenemos el privilegio de tenerlo-, cuánto ganamos, dónde vivimos, si
tenemos auto, moto, bicicleta o cartoneamos con un carro, la marca de la ropa
que usamos… ¡Nada de eso! lo que le da sentido a nuestra vida cristiana es que
somos bautizados y por tanto… ¡hijos muy queridos! ¡Esa es nuestra dignidad más
grande! Tenemos que gritarlo: ¡somos hijos de Dios! Y somos hijos muy queridos.