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30 de julio


 San Mateo 13,54-58

¡Hoy vemos que Jesús vuelve a su pueblo! Después de haber caminado por muchos otros lugares, con mucha gente, su corazón lo trae de vuelta a su casa, a su pueblo, a su comunidad. Jesús, como cualquiera de nosotros, también necesita volver a su casa, a ese lugar en el que sabe que todos lo conocen, donde puede descansar, estar tranquilo. El que cuenta con ese espacio, con ese hogar… tiene un tesoro inmenso.

Qué bueno ver también, que ese Jesús cotidiano, conocido, tenía voz en su comunidad, en su sinagoga. No hacía falta que sea alguien importante: cualquiera podía enseñar, cualquiera podía ser instrumento de Dios para su gente.

Pero ¿qué pasa? Lo escuchan. Y con asombro descubren que ese Jesús, al que conocen tan bien, está predicando de una manera nueva, distinta, de tal forma que quedan maravillados.

Pero enseguida esa maravilla se convierte en un problema, entra en la rutina, y se vuelve en contra.

– ¿Acaso no lo conocemos? ¿No se crio con nosotros? ¿Por qué se presenta ahora así? ¿De dónde habrá sacado esto que ahora quiere enseñarnos?

Vivimos poniendo etiquetas: el tonto, el gracioso, el pesado, el torpe, el inteligente… Eso le pasó también a Jesús: su gente lo tenía etiquetado. Y, al hablar así, no entraba en esa medida, en esa etiqueta que le habían asignado. Y entonces no le creyeron, no lo escucharon, no descubrieron a Dios que se estaba acercando a ellos.

Uno de los peores errores que podemos cometer es ponerle una medida a Dios: sé dónde está y adónde no, sé de qué me habla y de qué no: lo cuadriculo, lo encierro en mis parámetros. Y filtro todo lo demás.

Dios es infinitamente más grande de lo que podemos comprender, de lo que podemos descubrir. Pidámosle que nos sacuda la rutina, los prejuicios, las etiquetas. Que podamos descubrirlo, hablándonos hasta en los detalles más simples, a través de las personas o los sentimientos menos esperados.