San Mateo 11, 16-19
El Evangelio de hoy
nos presenta una interesante comparación entre Jesús, el Hijo del hombre
y su primo Juan el Bautista, que tenía una forma muy especial de esperarlo a
Jesús: que era haciendo ayuno, llevando una vida ascética en el desierto, es
decir, respetando un montón de normas y llevando una vida muy virtuosa. Frente
a esto, la comparación se da con Jesús, El Hijo del hombre, que no tiene miedo
de acercarse a los pecadores, a los que sufren, aquella gente que quizás tiene
mala fama porque vive en el pecado, sin embargo, Jesús es cercano siempre con
todos.
Quizás esto podría escandalizarnos, a eso se refiere el
texto ¿Cómo el Hijo de Dios puede compartir la mesa con publicanos, con
prostitutas? Incluso el texto habla de que come, que bebe, lo consideran como
un glotón, un borracho, sin embargo hay un sentido más profundo en este
evangelio que hace referencia a que Jesús no tiene miedo, no tiene vergüenza,
no le da asco mezclarse con nuestro barro humano, Él mismo, sin dejar de ser
Dios, se ha hecho hombre, igual en todo a nosotros menos en el pecado y por eso
nos entiende, por eso te comprende, por eso cada vez que veas tu miseria, tu
pecado, tu fragilidad, no tengas miedo de acercarte a Jesús porque siempre va a
estar dispuesto a tenderte una mano, a ayudarte, a levantarte.
Cuando uno se va a confesar en realidad no solamente Dios te
perdona los pecados, sino que también te regala la Gracia necesaria para poder
seguir adelante, para crecer. Por eso es tan importante acercarse con un
corazón arrepentido a Jesús, para que Él pueda con Su amor, con Su cariño,
transformar nuestras vidas.
No bajemos entonces los brazos, no nos dejemos llevar por
las apariencias externas; tratemos de mirar siempre a lo profundo, al corazón.
Pidamos entonces al Señor que nos regale poder vivir con entusiasmo, con
alegría, con esperanza este tiempo de adviento.