San Lucas 10, 13-16
Este es el mes de las misiones y lo iniciamos celebrando a
Santa Teresa del Niño Jesús. Ella Solía decir: "Quiero pasar mi cielo
haciendo el bien en la tierra". Esta es quizás la frase más conocida de
Santa Teresa del Niño Jesús, cuya fiesta se celebra cada 1 de octubre. Son
palabras sencillas, pero que encierran una profundidad inusitada.
Retratan
perfectamente la visión de la vida de esta religiosa carmelita descalza,
sostenida en una fe inmensa y anclada en un corazón lleno de ternura. Santa
Teresita - a pesar de haber sido monja de clausura- es considerada patrona de
las misiones y tiene el título de Doctora de la Iglesia.
Santa Teresita del Niño Jesús -también conocida como Santa
Teresita de Lisieux- vivió solo 24 años: nació el 2 de enero de 1873
(Normandía, Francia) y murió el 30 de septiembre de 1897. No fueron más de 30
personas las que asistieron a su funeral en el antiguo cementerio de Lisieux.
Sin embargo, esta jovencita extraordinaria dejaría uno de los legados de amor
más excepcionales para la Iglesia y el mundo.
Una de las formas más sencillas de acercarse y conocer este
“legado” es a través de “Historia de un alma”, libro que reúne los escritos
personales de la Santa y que fue publicado un año después de su muerte. Se
trata, sin duda, de un texto que refleja muy bien lo que sucede en un alma
completamente enamorada de Jesús.
Santa Teresa del Niño Jesús, fue proclamada Doctora de la
Iglesia por San Juan Pablo II el 19 de octubre de 1997. El Papa dijo aquella
vez: “Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz es la más joven de los ‘Doctores
de la Iglesia’, pero su ardiente itinerario espiritual manifiesta tal madurez,
y las intuiciones de fe expresadas en sus escritos son tan vastas y profundas,
que le merecen un lugar entre los grandes maestros del espíritu…
El deseo que Teresa
expresó de pasar su cielo haciendo el bien en la tierra sigue cumpliéndose de
modo admirable. ¡Gracias, Padre, porque hoy nos la haces cercana de una manera
nueva, para alabanza y gloria de tu nombre por los siglos!”, concluyó San Juan
Pablo II.