San Juan 17, 11-19
Filósofo cristiano y cristiano filósofo, como con razón fue
definido, Justino, pertenece a ese gran número de pensadores que en todo
período de la historia de la Iglesia han tratado de hacer una síntesis de la
provisional sabiduría humana y de las inalterables afirmaciones de la
revelación cristiana.
El mismo cuenta que, insatisfecho de las respuestas que le
daban las diversas filosofías, se retiró a un lugar desierto, a orillas del
mar, a meditar, y que un anciano al que le había confiado su desilusión le
contestó que ninguna filosofía podía satisfacer al espíritu humano, porque la
razón es incapaz por sí sola de garantizar la plena posesión de la verdad sin
una ayuda divina.
Así fue como Justino descubrió el cristianismo a los treinta
años; se convirtió en convencido predicador y, para proclamar al mundo este
feliz descubrimiento, escribió sus dos Apologías.
Aquí no se encuentran argumentos filosóficos, sino
testimonios conmovedores de vida en la primitiva comunidad cristiana, de la que
Justino está feliz de pertenecer: “Yo, uno de ellos...”. Semejante afirmación
podía costarle la vida. Y, en efecto, Justino pagó con la vida su pertenencia a
la Iglesia.
Había ido a Roma, y allí fue denunciado por Crescencio, un
filósofo con quien Justino había disputado mucho tiempo. El magistrado que lo
juzgó, Rústico, también era un filósofo, amigo y confidente de Marco Aurelio.
Pero para el magistrado, Justino no era más que un cristiano, igual a sus
compañeros, todos fueron condenados a la decapitación por su fe en Cristo.
Todavía hoy se conservan actas auténticas del martirio de Justino.