San Mateo 13,54-58
¡Hoy vemos
que Jesús vuelve a su pueblo! Después de haber caminado por muchos otros
lugares, con mucha gente, su corazón lo trae de vuelta a su casa, a su pueblo,
a su comunidad. Jesús, como cualquiera de nosotros, también necesita volver a
su casa, a ese lugar en el que sabe que todos lo conocen, donde puede
descansar, estar tranquilo. El que cuenta con ese espacio, con ese hogar… tiene
un tesoro inmenso.
Qué bueno
ver también, que ese Jesús cotidiano, conocido, tenía voz en su comunidad, en
su sinagoga. No hacía falta que sea alguien importante: cualquiera podía
enseñar, cualquiera podía ser instrumento de Dios para su gente.
Pero ¿qué
pasa? Lo escuchan. Y con asombro descubren que ese Jesús, al que conocen tan
bien, está predicando de una manera nueva, distinta, de tal forma que quedan
maravillados.
Pero
enseguida esa maravilla se convierte en un problema, entra en la rutina, y se
vuelve en contra.
– ¿Acaso no
lo conocemos? ¿No se crio con nosotros? ¿Por qué se presenta ahora así? ¿De
dónde habrá sacado esto que ahora quiere enseñarnos?
Vivimos poniendo
etiquetas: el tonto, el gracioso, el pesado, el torpe, el inteligente… Eso le
pasó también a Jesús: su gente lo tenía etiquetado. Y, al hablar así, no
entraba en esa medida, en esa etiqueta que le habían asignado. Y entonces no le
creyeron, no lo escucharon, no descubrieron a Dios que se estaba acercando a
ellos.
Uno de los
peores errores que podemos cometer es ponerle una medida a Dios: sé dónde está
y adónde no, sé de qué me habla y de qué no: lo cuadriculo, lo encierro en mis
parámetros. Y filtro todo lo demás.
Dios es
infinitamente más grande de lo que podemos comprender, de lo que podemos
descubrir. Pidámosle que nos sacuda la rutina, los prejuicios, las etiquetas.
Que podamos descubrirlo, hablándonos hasta en los detalles más simples, a
través de las personas o los sentimientos menos esperados.