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25 de diciembre

 

San Juan 1, 1-18

La lectura que proclamamos hoy en la liturgia es la del prólogo de Juan, el primer capítulo, donde es un lindo himno donde se hablaba de la Palabra y de la Sabiduría de parte de Dios, donde se hace un elogio de la Sabiduría: cómo ha creado el universo, cómo estuvo desde el primer momento en la creación del mundo. Es un hermoso fragmento también del Evangelio que se enraíza profundamente en todo lo que es la tradición del Antiguo Testamento: como palabra como sabiduría, como obra de Dios.

 Sin embargo lo determinante nosotros lo encontramos en el versículo 14, donde dice que la “Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” Uno puede pensar que esto está puesto así al azar y que no hay ninguna intención. En realidad sí la hay. No dice que Jesús, que es la Palabra, se hace persona humana, o que se hace ser humano, o que comparte nuestra naturaleza, o que se hace uno de nosotros usa especialmente el término “carne”.

Cuando uno lee el evangelio de Juan y se encuentra con esta expresión, este concepto, que es profundamente teológico, de lo que es la “carne” en realidad, a lo que se refiere es a todo lo que tiene que ver con el hombre que está separado de Dios. Es decir todo aquello que hay como consecuencia del pecado en la vida del hombre. La “carne” es el ser humano alejado de Dios; separado ese proyecto original que Dios soñó para todos y cada uno de los hombres. Enemistado con ese proyecto de amor que Dios tiene para todos y cada uno de nosotros.

Entonces el hecho de que Jesús sea “carne” es mucho más que sea un mero ser humano. Es decir la encarnación de Jesús va hasta las últimas consecuencias. Jesús va a encarnarse y va a ir al lugar más periférico, por decirlo de alguna manera. Va a ser una opción preferencial no solamente por todos los hombres sino por esa parte del hombre, por esa parte de la humanidad y por eso parte del corazón de cada uno de nosotros, que de alguna manera está alejada de Dios, que de alguna manera se enemista con Dios, que de alguna manera no responde -por diversos motivos- a ese llamado que Dios nos hace en nuestra vocación primera a amarnos unos a los otros.

Jesús se hace “carne”. Jesús toma lo peor del mundo, lo peor de mí, y lo carga sobre su propia naturaleza, lo carga sobre sus propios hombros, lo mete bien adentro de su propio corazón. Esto tiene implicancias increíbles. Porque tenemos que dejar de pensar entonces en un Jesús que solamente pasaba haciendo el bien sin involucrarse absolutamente nada. Es falso. Y eso tampoco responde a nuestra tradición de nuestra fe católica: Jesucristo es uno de nosotros en toda su totalidad y -aún no habiendo cometido pecado- carga con nuestros pecados. Carga con todo aquello que no tiene que ver con Dios. Carga con todo aquello que nos aleja de nosotros mismos, de Dios y de los otros hermanos.

Por eso Jesús es reconciliación. Jesús es el rostro de la Misericordia del Padre. Jesús es el que va a ir hasta las últimas consecuencias asumiendo la sombra de mi vida y de mi corazón.