Lucas
2,22-40
En este
pasaje, vemos a María y José llevando a Jesús al Templo para cumplir con la ley
de Moisés. Según la tradición judía, los padres debían presentar a su hijo
primogénito al Señor y ofrecer un sacrificio por él.
Cuando llegaron
al Templo, se encontraron con Simeón, un hombre justo y piadoso que había
recibido una revelación del Espíritu Santo, diciéndole que no moriría hasta
haber visto al Mesías. Simeón, lleno de alegría, tomó al niño Jesús en sus
brazos y alabó a Dios, diciendo: "Ahora, Señor, despides a tu siervo en
paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación".
También
estaba en el Templo una profetisa llamada Ana, quien había vivido allí durante
muchos años y adoraba a Dios con ayunos y oraciones. Ella reconoció a Jesús y
comenzó a dar gracias a Dios y a hablar sobre él a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén.
Este pasaje
nos enseña varias lecciones importantes. En primer lugar, nos muestra la
obediencia de María y José a la ley de Dios. A pesar de que ya sabían que Jesús
era el Hijo de Dios, cumplieron con las regulaciones religiosas establecidas,
demostrando su fidelidad y respeto por la tradición.
También nos
muestra la fe y la devoción de Simeón y Ana. A través del Espíritu Santo, ellos
reconocieron a Jesús como el Mesías prometido, y su encuentro con él fue motivo
de gran alegría y gratitud. Ellos fueron testigos privilegiados de la venida
del Salvador y compartieron esa buena noticia con todos los que anhelaban la
redención.
Esta historia
nos invita a reflexionar sobre nuestra propia respuesta al Salvador. Al igual
que Simeón y Ana, debemos estar atentos a la obra de Dios en nuestras vidas y
reconocer la presencia de Jesús en medio de nosotros. También debemos tener un
corazón lleno de gratitud y alabanza por su salvación y compartir ese mensaje
de esperanza con los demás.
Que este
pasaje nos inspire a vivir con obediencia, fe y devoción, reconociendo a Jesús
como nuestro Salvador y compartiendo su amor y gracia con aquellos que nos
rodean. Que podamos ser testigos fieles de su redención y vivir en paz,
confiando en la promesa de su salvación.