Han notado la gran paradoja de los milagros y señales en
Jesucristo:
-Por un lado, el Evangelio está plagado de prodigios: “los
ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los
sordos oyen, los muertos resucitan”, las redes se llenan de peces, los canastos
de pan, las vasijas de vino, etc., etc.
-Pero, por otro lado (y he aquí la paradoja), Jesús elude
los milagros cada vez que puede. Él se muestra, en cierto sentido, como enemigo
de los milagros, sobre todo si estos son sensacionalistas, espectaculares o
propagandistas.
La mayoría de las veces, si no todas, pareciera que a Jesús
los milagros se le arrancan, hay dos cosas a las que Jesús no puede resistirse,
dos cosas que consiguen siempre arrancar de él diversos tipos de milagros:
1.
La fe de
la gente. Cuando alguien acude a Jesús con fe, Jesús no puede resistirse,
siempre obtienen de él lo que buscan, lo que quieren, lo que necesitan. La fe
de un ser humano, la fe honda, la fe sencilla y profunda a la vez, a Jesús lo
puede y él acaba siempre dando el brazo a torcer. Por eso, es errada la
ecuación de los fariseos y maestros de la ley en el evangelio de hoy. Según
ellos, a más milagros más fe. En el Evangelio se deja ver todo lo contrario, es
la fe la que alcanza el milagro y no al revés.
De esta constatación surge una buena pregunta para nuestra
oración de hoy: ¿Cómo es nuestra fe en Dios? ¿Está nuestra fe a la espera de
milagros? ¿Vivimos en la ecuación farisea o en la fe evangélica?
2. El segundo tipo de personas que logran siempre arrancarle
milagros a Jesús, son los necesitados, los pobres, los desahuciados, los
excluidos, los últimos, los enfermos. Cuando Jesús se encuentra con alguien que
necesita a todas luces un milagro para recuperar su dignidad perdida, se le
conmueven las entrañas, se le da vuelta el corazón y sus manos obran milagros a
diestra y siniestra.
En este sentido, cuánto no debiéramos aprender también
nosotros de Jesús. Cuánto no debiéramos seguirlo en esta dinámica de compasión,
de amor, de misericordia, de predilección por los últimos, por los más
necesitados, por los más desahuciados. Interpelados por el ejemplo de Cristo,
cada uno de nosotros debiéramos preguntarnos si ante los necesitados somos
capaces de obrar milagros, hablo de verdaderos milagros.
Ante el hermano solo y desamparado: ¿soy capaz de obrar el
milagro de la compañía, de la amistad?
Ante el hermano hambriento y desnudo: ¿soy capaz de obrar el
milagro de la compasión que se pone en obras, que comparte lo que tiene?
Ante el hermano excluido y rechazado: ¿soy capaz de obrar el
milagro de la cercanía que vence distancias, el milagro de ir a las fronteras
donde se encuentran los “dejados de lado”?
Ante el hermano ‘pecador’, ante el ‘malo’, ante el ‘equivocado’:
¿soy capaz de obrar el milagro del diálogo, el milagro del perdón, el milagro
de la paz?
Cuántos milagros son posibles también ahora, en el mundo de
hoy. Cuántas señales evangélicas podemos y debemos dar nosotros, cristianos
siglo XXI a tantos hermanos nuestros que, con justicia o sin ella, siguen
esperando una razón para creer, para confiar, para apostar por el Evangelio.
En síntesis, meditemos hoy en torno a estas dos grandes
intuiciones del Evangelio: primero, que es la fe la que suscita milagros y no
al revés; segundo, que debemos estar dispuestos también nosotros a darle
señales a nuestra generación, como Jesús supo darle señales a su generación,
con su vida, su muerte y su resurrección.