Mateo 10,34–11,1
El Evangelio que la Iglesia nos propone hoy es un pasaje en
donde hay expresiones de Jesús que suenan fuertes, incluso que aparecen como
desconcertantes, y que necesitan una interpretación; una interpretación que no pretende
rebajar, diluir, licuar el texto del Evangelio, sino que nos puede ayudar a
comprenderlo adecuadamente.
Una de las cosas que tenemos que tener en cuenta es el modo
de hablar propio de una cultura fundamentalmente oral. En tiempos de Jesús,
pocos eran los libros y, sobre todo, pocos eran los que sabían leer y escribir;
entonces los maestros tenían que esforzarse por hablar y enseñar de un modo que
por sus expresiones, por sus palabras, captara la atención y grabara en la
memoria lo que se quería proponer. De allí que algunas expresiones fuertes
tienen ese objetivo, de reclamar la atención y de facilitar el recuerdo, la
memoria de la propuesta, de la enseñanza.
Lo que Jesús quiere proponer es el lugar singular que Él
tiene, Él no solamente es un Maestro, un Profeta, sino que es el Ungido de
Dios, el Enviado, el Mesías, más aún, es el Hijo de Dios. Y a ese lugar, a esa
misión, corresponde una adhesión total, incondicional, y esto es lo que el
Señor reclama; “el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de
mí”.
Entonces, frente a Jesús, ceden su lugar los afectos más
sagrados, más queridos, no es que no tengan valor, no es que la adhesión a
Jesús los cuestiona. Al contrario, Jesús los dignifica, y pone de relieve el
mandamiento de honrar padre y madre, y de cultivar en definitiva los vínculos
familiares; la adhesión a Jesús los ordena y los jerarquiza, es decir, primero
el Señor.
Aquí, me parece, surge la invitación, a hacer esta elección
que nos hace libres y que plenifica nuestra libertad; y que sepamos dispensar
la honra de vida a quien representa a Jesús, que es también lo que Jesús pide
en este Evangelio a sus enviados.
Y cuando decimos a quienes representan a Jesús, no sólo el
Papa, no sólo los obispos, no solamente los sacerdotes y consagrados, sino
también los papás para sus hijos, los hijos para sus papás, los hermanos entre
sí, los amigos, los conciudadanos, los más pequeños.
Todo esto está invitando a tener un buen trato, conscientes
de que el Señor va a recompensar convenientemente; Él que dice “cualquiera que
dé de beber aunque sólo sea un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por
ser mi discípulo no quedará sin recompensa2.
Entonces, es una invitación para elegir a fondo, en serio a
Jesús, para reconocerlo en los demás, para honrarlo como se merece y para
esperar con confianza la recompensa que promete.