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13 de julio

 

San Mateo 10,7-15

Una de las palabras centrales en el evangelio de hoy es acerca de la gratuidad: “Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente”.

Nosotros hemos recibido gratuitamente. ¿Pero qué cosa? Lo primero y principal para decir es que lo que recibimos gratis de parte de Dios es su amor incondicional. Es decir, Dios nos ama, nos ama siempre, siempre nos va amar y nosotros no hicimos nada para merecer este amor.

Esto puede generarnos alguna perplejidad: “¿entonces yo no hice nada para que Dios me ame?” No. Absolutamente nada. Todo lo que recibo de Dios es totalmente gratuito. Y por mucho que nos cueste entenderlo, nosotros no merecemos que Dios nos ame. Él nos ama. Libremente. Pero sin mérito de nuestra parte. Sin esfuerzo de la voluntad. Sin haber hecho nada clave, determinante, sobrenatural para que Dios me ame. Dios me ama porque quiere.

Todo esto quiere decir que por más que nos esforcemos y hagamos cosas y nos propongamos otras, eso no desencadena para nada que Dios nos ame más o menos. Dios nos ama. Y punto. Esto es terrible para nuestro orgullo que se cree que en realidad “hicimos algo” para merecer esto. Es como si dijéramos: “Es verdad. El amor de Dios es gratuito. Pero yo en el fondo, me lo merezco. Aunque sea un poco…” ¡Nada que ver! El amor de Dios es todo lo contrario. Ni se mendiga ni se merece. Se acepta así tal cual viene. Dios, que es por sobre todas las cosas

 

Amor, Ternura y Misericordia, nos ama. Y nos ama a todos: no solo a los buenos, a los comprometidos, a los bautizados, a los que van a misa… No. A todos. Incluso a los que reniegan de Él, o no creen, o están en otra. Dios los ama. Dios ama a todo varón y mujer que transitan los caminos de este mundo.

 

Entonces, ¿qué queda? Justamente recibir gratuitamente. Dejarnos amar por Dios. Pero, ¡cómo nos cuesta! Nos cuesta querernos. Nos cuesta amarnos a nosotros mismos. Nos cuesta mirarnos con la ternura con la que nos mira Jesús. Nos cuesta aceptar una y otra vez este barro del que fuimos moldeados. Nos cuesta pensar que Dios ame a todos, incluso a quienes nosotros muchas veces no queremos o amamos del todo. Pero Dios los ama.

 

La invitación de Jesús es entonces contundente: recibimos gratis, demos gratis. Es decir, dejémonos amar por Dios y amémonos a nosotros mismos. Y salgamos a gritarlo, a proclamarlo, a decirlo con hechos y palabras a nuestros hermanos. Porque de la misma manera en que nosotros no hemos hecho nada para que Dios nos ame, tampoco busquemos que nuestros hermanos hagan mérito para hacerlo. Recibimos gratis, demos gratis. Amor con amor se paga, ese amor que viene de Dios y que no se merece ni se mendiga; amor que tenemos que brindar a todos nuestros hermanos, a pesar de que cueste, duela o no nos guste.