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10 de julio


San Mateo 9,18-26

Hay dos preguntas que podemos hacernos a partir del Evangelio de hoy.

La primera sería: ¿Cómo me acerco yo a Jesús? Aquí, el ícono que puede ayudarnos a ahondar en la pregunta es la mujer que sufría flojo de Sangre. Notemos que en medio de la muchedumbre que apretuja a Jesús, en el fondo, sólo ella es capaz de “alcanzarlo”, sólo ella es capaz de “tocarlo”.

Y es que hay una diferencia notable entre el resto de la gente y esta mujer. Mientas todo el mundo quiere simplemente “ver” al maestro, acercarse al hombre que se puso de moda (hoy diríamos sacarse una “selfie”, decir después ‘estuve con él’), esta mujer se acerca en silencio, con humildad, sin estridencia, sin búsqueda de protagonismo (habrán notado que su testimonio, si bien aparece en el Evangelio, queda anónimo, es una mujer de quien no conocemos el nombre.

Cuánto debiéramos aprender de esta mujer y preguntarnos, con sinceridad ¿qué buscamos en nuestro “acercamiento” a Jesús? ¿cómo es que nos acercamos a él?

Lo primero, entonces, sería no ir a Jesús buscando fama, buscando prestigio personal, buscando que otro nos vea y aplaudan… Sino aprender a ir a Jesús en el silencio de nuestra oración, desde la humildad de un encuentro donde soy capaz de transparentar mis “impurezas” y mis “enfermedades”.

 

La segunda pregunta que podemos hacernos a la luz del Evangelio de hoy es esta: ¿dejo que Jesús se acerque verdaderamente a mí? ¿lo dejo entrar en la intimidad de mi casa, de mis cosas, de mi corazón, de mi vida? Aquí, la imagen que viene en nuestro auxilio es la del padre de la joven que ha muerto. Es un “alto jefe” como aclara el Evangelio y, sin embargo, es capaz de “postrarse” ante Jesús, es decir, de acercarse a Él también con humildad; es capaz además de invitarlo a la intimidad de su casa y de confiarle a Jesús lo más preciado que tiene la vida de su hija muerta.

Y ahora podemos preguntarnos si también nosotros somos capaces de llevar a Jesús a la intimidad de nuestro propio corazón, especialmente a esas zonas nuestras que se debaten entre la tiniebla, la muerte, la oscuridad, la falta de vida. Este hombre logra resucitar a su hija porque la pone de cara a Jesús; nosotros también, si queremos “resucitar” lo muerto que puede haber en nuestra vida es imprescindible poner nuestra vida de cara a Jesús.

Acabemos, nuestra meditación de hoy notando algo esencial que tienen en común los dos personajes del Evangelio: la confianza en Jesús. Es su confianza en él, es el haber puesto en Cristo su fe y su esperanza, lo que hace que ambos alcancen lo que buscaban: la sanación y la vida.

Con ellos, pidamos también nosotros hoy una triple Gracia: primero, la de aprender a acercarnos profundamente a Jesús; segundo, la de llevar a Jesús a la intimidad de nuestras enfermedades y zonas de muerte; tercero, la de confiar que en Él se halla la sanación y la vida en abundancia.