San Juan 8,12-20
Hoy Jesús se presenta como la luz. La luz disipa las sombras
que oscurecen esta dimensión esencial de la vida del hombre llamado a amar y a
permanecer en el amor. Quien recibe esta luz de vida escapa de las sombras de
la muerte. Entre luces y sombras se juega nuestra vida.
La luz viene de manos de aquella presencia misteriosa y
escondida, como aquel tesoro del que nos habla el evangelio por el cual vale la
pena venderlo todo. Jesús, es el amor del Padre entregado a nosotros. Esto es
lo que verdaderamente permanece y esto es lo esencial por lo cual debemos optar
una vez más. El que acoge esta luz escapa de las tinieblas de la muerte, se
salva a si mismo de la situación de ceguera en que con frecuencia nos
encontramos.
Este amor al que nos invita Jesús es un amor concreto, es un
amor hasta dar la vida y por el hermano concreto de carne y hueso. Con lo que
es y lo que tiene, no con lo que quisiera que fuera o lo que sueño que pudiera
llegar a ser, sino con lo que va siendo y como voy siendo. Amar sin
condiciones. Amar es dignificar la vida y es verdaderamente promovernos,
movernos hacia adelante con sentido.
Cristo como luz del mundo sigue viniendo a la humanidad.
Viene sobre los que permanecen en la luz y en quienes viven en tinieblas. Hoy,
como siempre, algunos prefieren la oscuridad y las sombras para actuar porque
la luz compromete y pone al descubierto lo que hay en el corazón. Ser hijo de
la luz supone caminar en la verdad sin trampas, caminar en el amor sin odios ni
rencores.
La civilización del amor es tarea en este sentido, pero es
esperanza también.
Un amor que nos perfecciona nos hace estar a la altura de
Dios y parecernos cada vez más es un amor de ágape es el amor típicamente
cristiano.