San Juan, 2, 1-11
La Medalla Milagrosa es un poderoso recurso ofrecido por la
Madre de Dios a los hombres, particularmente adecuado para épocas de crisis
como la actual. Debe su origen a las célebres apariciones marianas ocurridas en
la capilla de la rue du Bac (calle del Bac), en París.
El sábado 27 de noviembre de 1830, la Virgen Inmaculada se
apareció a Santa Catalina Labouré, entonces joven novicia de la Congregación de
las Hermanas de la Caridad, y le confió la misión de hacer acuñar una medalla
según el modelo que le reveló: “Haz acuñar una medalla igual a este modelo. Las
personas que la lleven con confianza recibirán grandes gracias, sobre todo si
la llevan pendiente del cuello”, prometió la Virgen.
Poco tiempo después, una terrible epidemia de cólera,
proveniente de Europa oriental, se desata sobre París. La peste se manifestó el
26 de marzo de 1832 y se extendió hasta mediados de aquel año. El 1º de abril,
fallecieron 79 personas; el día 2, 168; al día siguiente, 216; y así fueron
aumentando las muertes hasta alcanzar a 861 el día 9. En total fallecieron
18.400 personas, oficialmente. En realidad el número fue mayor, dado que las
estadísticas oficiales y la prensa disminuyeron las cifras para evitar que se
extendiera el pánico popular.
El día 30 de junio, fueron entregadas las primeras 1.500
medallas que habían sido encomendadas por el Padre Juan María Aladel, confesor
de Catalina, a la Casa Vachette. Las Hermanas de la Caridad, no sabiendo qué
hacer para remediar la situación, comienzan a distribuir las primeras
medallas... y los enfermos se curan. “¡La medalla es milagrosa!” — proclaman a
una voz. La noticia se difunde, y la medalla y los milagros también. De ahí
proviene el nombre con el que se la conoce hasta hoy.
Hasta 1836, más de quince millones de medallas habían sido
acuñadas y distribuidas en el mundo entero. En 1842, su difusión llegaría a la
impresionante cifra de 100 millones. De los más remotos países llegaban relatos
de gracias extraordinarias alcanzadas por medio de la Medalla: curación de
enfermedades, enmienda de vidas, protección contra peligros inminentes, etc.
En vista de tantos hechos extraordinarios el Arzobispo de
París, Mons. Jacinto de Quélen –quien había autorizado acuñar la Medalla y
obtenido para sí mismo una gracia extraordinaria por su intermedio–, mandó
hacer una investigación oficial sobre el origen y los hechos relacionados con
la portentosa insignia. He aquí sus conclusiones:
“La rapidez extraordinaria con la cual esta medalla se ha
propagado, el número prodigioso de medallas que han sido acuñadas y
distribuidas, los hechos maravillosos y las gracias singulares que los fieles
han obtenido con su confianza, parecen verdaderamente los signos por los cuales
el Cielo ha querido confirmar la realidad de las apariciones, la veracidad del
relato de la vidente y la difusión de la medalla”.