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20 de noviembre

 

20 de noviembre

San Lucas 20, 27-40

Continuamos desarrollando el Evangelio de San Lucas y hoy  se presenta un caso muy particular: la ley de Moisés mandaba que, si una mujer enviudaba y no había tenido hijos con su marido, debía casarse con su hermano.

 Como había un grupo que no creía en la resurrección, le presentan a Jesús este caso en el cual una mujer se había casado con un hombre, no tuvo hijos, muere el hombre, se casa con el hermano y tampoco tiene hijos, muere el otro esposo y así, sucesivamente con 7 hermanos

La pregunta que hacen a Jesús es rebuscada y retorcida, rebosa la intención de hacer caer a Jesús en una trampa. Y una vez más, Jesús no contesta la pregunta que le han hecho y da una lección sobre lo que deberían haber preguntado.

Resulta difícil hablar del tema de la resurrección. No sabemos cómo será, no sabemos cómo está siendo y que, además, no tiene tanta importancia como le damos. Dios nos ha creado para la vida y Jesús nos invita constantemente a trabajar por la vida. El más allá no debería ser un objetivo en sí mismo, es algo que está ahí, y de lo que no encontraremos explicación humana por mucho que nos esforcemos.

El hombre, y con más fuerza el cristiano, no necesita preguntarse de quién será mujer en el más allá ni que será él, sino trabajar para ser hoy. Es el día a día por el que camina la vida lo que importa, y eso si sabemos cómo, cuándo y dónde.

¿De qué puede valernos elaborar complicados tratados sobre el mundo que está al otro lado de la puerta de la muerte, si no podemos tener ningún control sobre él y ni siquiera conocerlo? ¿Dejaremos volar la fantasía y nos fabricaremos maravillosos paraísos o terroríficos infiernos?

 Es una pérdida de tiempo y energías que deberíamos emplear en hacer de este mundo, que sí conocemos, un lugar más humano, más cercano al mundo que Dios quiere que construyamos, y esto si podemos hacerlo. Es la vida lo que importa a Dios; la muerte es una contingencia inseparable del nacimiento y lo que haya después no deja de ser algo preparado por Dios y, por lo tanto, bueno.