San Marcos 9, 14-29
Quiero invitarlos a meditar en torno a tres palabras claves
que encontramos en el Evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy: Fuerza, Fe y
Oración.
Primera palabra, Fuerza. En más de un sitio, encontramos que
Jesús envió a sus discípulos con la misión específica de curar, de sanar
enfermos, de imponer las manos, resucitar muertos, exorcizar endemoniados,
etcétera.
En el Evangelio de hoy, parecen no haber tenido mucho éxito.
Y, entonces, es necesario recurrir al mismísimo Jesús para que sea Él quien
opere el milagro. Ya en esta sencilla constatación aprendemos algo vital: el
que sana y cura es siempre Jesús.
Segunda palabra, Fe. Hoy, además, el Evangelio nos regala
otro dato vital para nuestra vida de creyentes, la importancia de la fe. Jesús
no cura para suscitar fe en los enfermos y demás testigos del hecho, sino que
cura, en muchos casos, como respuesta a la fe de las personas. Lo primero,
entonces, para sanar heridas viejas y enfermedades recurrentes, es la fe. Lo
primero es la fe. Es a partir de la fe que todo lo demás se nos regala por
añadidura.
Ahora bien, qué hermosa es la respuesta del padre del
enfermo, en este caso. Pocos han acertado en el Evangelio al reconocer de
manera tan sincera su necesidad más profunda: “Señor, creo. Pero ayuda a mi
poca fe.” Cuántas veces no debiéramos también nosotros caer de rodillas ante el
Santísimo y reconocer que, si bien creemos, es necesario a diario que el Señor
robustezca y acreciente nuestra fe. De ahí aquellas palabras de Cristo: “Si
tuvieran Fe como un grano de mostaza, cuántas cosas serían posibles.” Sí,
Señor. Sabemos. Moveríamos montañas. Pero, Señor, necesitamos, también hoy, que
aumentes nuestra poca fe. Aquí tenemos unas muy buenas preguntas para nuestra meditación
de hoy.
Ante mis enfermedades y heridas, ante mis demonios y
necesidades, ¿recurro a la fuerza sanadora y liberadora del Señor? ¿Cómo está,
finalmente, mi fe en Cristo?
Tercera palabra, Oración. En este sentido, Jesús mismo nos
da la clave, también en el Evangelio de hoy, de cómo es posible aumentar
nuestra fe, cuando nos llama a la oración. Dice el Señor que esta clase de
demonios, los que nos llevan a la sordera y la mudez, sólo son posibles de
vencer con la oración. Qué tremenda revelación esta del final: ” ¿Quieres
vencer tu mudez, quieres vencer tus sorderas? Comienza por abrirte al diálogo y
la comunicación con Dios.” No nos dejemos, entonces, vencer por el demonio de
la incomunicación con Dios. Ese es el peor demonio que puede llegar a nosotros.
De ahí, de la falta de Oración, de la falta de diálogo y comunicación con Dios
es que se siguen todos los otros males.
Nunca será poco el
empeño que pongamos en vivir una vida intensa y cotidiana de oración. Sólo a
partir de la oración podremos, entonces, sanar nosotros y sanar a otros.