San Marcos 16, 15-18
Cada 25 de enero, la Iglesia Católica celebra el milagro de
la conversión de San Pablo, apóstol del Señor, llamado también “apóstol de los
gentiles” o “apóstol de las naciones”. Pablo, de origen judío, se había convertido
en un fiero perseguidor de cristianos. Su celo por la Ley judía lo había
convertido en enemigo de todo aquel que se proclame discípulo del Señor. Cuando
se encontraba camino de Damasco, Dios intervino haciéndolo caer del caballo que
montaba, iniciándose una de las historias de conversión más hermosas que
existen.
De acuerdo a los Hechos de los Apóstoles, Saulo fue
derribado por el mismo Jesús resucitado, quien se reveló a través de una fuerte
luz proveniente del cielo y le habló. El destello lo cegó por tres días,
permaneciendo en casa de un conocido sin comer ni beber.
Ananías, discípulo de Cristo, fue enviado por Dios al
encuentro de Saulo, para mostrarle el camino del Señor. Saulo recuperó la vista
por obra de Dios. Y así como los ojos corporales se abrieron a la luz, los del
espíritu conocieron la verdad que proviene de Dios. Saulo entonces dejó que sea
Él quien transforme su corazón y lo conduzca por el sendero de la caridad y la
salvación. Así, Saulo pidió ser bautizado. Después vendría la predicación y la
misión de anunciar a Cristo a todas las gentes.
San Pablo nació en Tarso, Cilicia (actual Turquía), y muy
probablemente fue ciudadano romano. Creció en el seno de una familia muy ligada
a la religión y las tradiciones judías, bajo la observancia del fariseísmo. Sus
padres lo llamaron “Saulo”, pero al ser ciudadano romano llevaba el nombre
latino “Pablo” (Paulo). Para los judíos de aquel tiempo era bastante usual
tener dos nombres, uno hebreo y otro latino o griego. “Pablo” será el nombre con
el que se hará conocido “el Apóstol” entre los gentiles, a quienes predicó de
manera incansable.
El periodo que va del año 45 al 57 fue el más activo y
fructífero de su vida. Comprende tres grandes expediciones apostólicas en las
que Antioquía fue siempre el punto de partida y que, invariablemente,
terminaron en una visita a Jerusalén.
Los restos del Santo descansan en la Basílica de San Pablo
Extramuros en la ciudad de Roma (Italia).