San Lucas 4, 24-30
En el
evangelio de Lucas nos encontramos con Jesús que fue a la sinagoga de Nazaret a
participar del culto como buen judío. Generalmente se rezaban los salmos, se
leía algún profeta, en este caso al profeta Isaías que dice: el Señor me envió
a evangelizar a los pobres.
Luego alguno
de los presentes podía hacer algún comentario, una especie de homilía. Es lo
que aprovechó Jesús. El da cumplimiento en su persona al texto de Isaías. Hoy
se ha cumplido. Pero no siempre es fácil predicar a los conocidos.
A él los
paisanos de Nazaret lo conocían bien, como el hijo de José el carpintero.
Entonces les cuesta aceptar su mensaje. Eso suscita envidias, celos, broncas y
hasta odios. Por eso Jesús dice que ningún profeta es bien recibido en su
tierra o en su familia.
Y esto lo dice por experiencia, es algo que
vivió. El experimentó el rechazo de los suyos. Tal es así que la bronca fue tan
grande que quisieron matarlo llevándolo a la parte alta de una colina para
tirarlo de cabeza. Pero Jesús con toda libertad pasó por en medio de ellos y
siguió su camino. Aún no había llegado su hora. La hora de su muerte y
glorificación.
Tengamos
cuidado de que no se diga de nosotros vino a los suyos y los suyos no lo
recibieron. Jesús vino a nuestro encuentro, pero podemos estar en otro programa
y no descubrirlo.
No dejemos que Jesús siga de largo. Por ahí
estamos entretenidos en otra cosa, y no descubrimos su visita. Jesús está
viniendo permanentemente a nuestro encuentro. El nos está visitando de mil
maneras. Estemos atentos a las visitas.
No pidamos más maravilla, las maravillas ya
están, nos falta capacidad de maravillarnos. Estemos con el corazón abierto
para descubrir a Jesús en la Palabra, en la eucaristía, en cada hermano, en
cada hermana, y en los acontecimientos.
Que podamos
recibirlo en la casa de nuestro corazón con los brazos abiertos y la sonrisa en
el rostro. Que se pueda decir de nosotros: vino a los suyos y los suyos lo
recibieron con alegría.