San Lucas 6,20-26
Hoy la
palabra Dios nos habla de las bienaventuranzas
Felices
ustedes, dice la Palabra. Felices los pobres, felices los que tienen hambre,
felices los que lloran, bienaventurados, dichosos.
El señor nos plantea un ideal, pero no como
algo que sea inalcanzable, sino como lo que se puede tocar: nos habla de la
felicidad, de la plenitud, de una alegría estable. Una felicidad que consiste
en vivir en la presencia de Dios, en descubrir para qué fuimos creados y cuál
es nuestro llamado.
Es verdad que en el evangelio de Lucas vemos
las bienaventuranzas un poco más abreviadas que la versión según san Mateo,
pero acá lo que Jesús hace es alabar y bendecir a los que sufren.
Paradójicamente, quienes alcanzan la promesa de felicidad son los que, a los
ojos del mundo, no la pasan bien.
Son aquellos que primero son tapados y
excluidos. Es decir, Jesús se está refiriendo a aquellos que tienen muchas
contrariedades, los que tienen una cruz pesada, en el fondo, los que son
parecidos a Cristo.
Sin lugar a duda, cuando uno tiene algún
padecimiento, alguna cruz, eso nos vuelve más parecidos a Jesús. Por eso no hay
que renegar de las cruces, no hay que renegar de lo que nos cuesta, de aquello
que tenemos que soportar, sino que hay que abrazarse al Señor.
Sea lo que
sea, apégate al Señor, por más que duela, apégate al Señor, aunque estés
cansado y tengas ganas de bajar los brazos, apégate al Señor. Si estamos solos, sin Jesús, no
llegamos ni a la esquina.
Ahora, si
aparece el Señor en nuestro andar cotidiano, la vida se aliviana. Alégrense y
llénense de gozo, porque nuestra recompensa será grande en el cielo. Es decir,
hay una promesa que nos hace Jesús, una promesa de alegría y de bendición.
Usted y yo podemos anticipar el cielo desde
ahora y ser felices si lo dejamos pasar a Jesús. Recuerde que ser felices no
implica no tener problemas, ya lo dice el evangelio de hoy. La felicidad más
bien pasa por tener una certeza que no se mueve: Dios te ama y Dios te sostiene.
Él no juega a las escondidas contigo, y mucho menos le gusta hacerte sufrir.
Que nunca te corran el eje de eso y anímate a confiar en que Dios dispone todas
las cosas para el bien de los que lo aman. Por otro lado, no te compares con
nadie.
El señor
termina con varios “ay”. “Ay de ustedes” los ricos, los que ahora están
satisfechos, los que ahora ríen, cuando todos los elogien. Ay de ustedes los
que parece que la pasan bien, los que tienen una felicidad aparente. Por eso no
hay que compararse con nadie. Cuántas veces nos tienta la envidia y deseamos la
vida de otro o nos entristecemos porque parece que le va bien. Hay que asumir
la alegría y la esperanza que nos da la fe, la confianza de sabernos parecidos
a Cristo en su cruz. Por eso anímate a salir de la indiferencia, a mirar a los
demás con otros ojos, a ser solidario, a comprometerte, a compartir la cruz, a
pedir ayuda. Es bueno esto, con humildad, abrir mi vida al otro para servir y
saber mirar para el costado y que la cruz de mi hermano se aliviane un poco.