San Lucas 18,9-14
En el evangelio de hoy, dos hombres suben al templo a orar.
Es en la oración donde el corazón queda al desnudo. Al orar, el fariseo se hace
el centro, y Dios sólo está para reconocer su rectitud. El fariseo es un religioso
riguroso, un practicante fiel, íntegro, afiliado a una especie de escuela de
oración y moral de estricta observancia.
Le han enseñado a
evitar el pecado, a multiplicar los sacrificios y las buenas obras, a practicar
la ley, y lo hace tan bien que se enorgullece de hacerlo; está a mano con Dios,
y Dios tan sólo tiene que hacerle justicia. Dios no necesita ser ya ternura y
perdón. Basta con que sea justo. Todas las cualidades, que posiblemente tenga
el fariseo, están como envenenadas por su orgullo. El amor propio desmesurado
es capaz de estropear las más bellas realizaciones.
El publicano, al contrario, puesto lejos, no se anima a
levantar su mirada al cielo, sino que se daba golpes de pecho. Es el ladrón
público. Su oficio mismo era maldito: robaba por profesión, y en provecho del
sistema que oprimía al pueblo, para “beneficio del ocupante opresor y pagano
que además contaminaba con sus ídolos y prácticas inmorales”. Para los judíos
del tiempo de Jesús, éste era un caso sin salida.
Jesús se enfrenta a la opinión de su tiempo, porque Dios es
también el Dios de los desesperados. Dios da a todos su oportunidad, incluso a
los más grandes pecadores. El publicano se da cuenta de su indignidad y mira a
Dios, que puede salvarlo.
Es preciso que nuestras manos tendidas hacia Él sean unas
manos vacías. La cuaresma con sus prácticas propias nos debe tener alerta a no
caer en la tentación de ofrecer a Dios actos externos que tengan mas de
justificación que de humilde reconocimiento de nuestra fragilidad. Sabernos
amados y perdonados sin mérito alguno nos lleva a sentir la necesidad del amor
de Dios.
La oración hecha con humildad nos permite reconocer la
verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de orgullo, ni menospreciarnos. La
humildad nos hace reconocer los dones recibidos y reconocer también los dones
del otro. La humildad nos hace ser testigos, no de lo que hemos hecho, sino de
la misericordia que el Señor ha hecho con cada uno de nosotros.
Nuestra oración no debe ser una técnica, un método, una
fórmula sino un gran amor. En la oración, en la misericordia, en la caridad, en
la preocupación por los demás, propias del corazón humilde, está el camino de
nuestra justificación y salvación.
Estas 24 horas para el Señor las que nos convoca el Papa
Francisco en oración y humilde reconocimiento de nuestra fragilidad sean con la
Palabra de hoy, la sana disposición interior y la acción de la gracia que
reconcilia un buen fruto del camino cuaresmal.